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EVANGELIO DEL DOMINGO
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17 de Noviembre de 2013
XXXIII DOMINGO TIEMPO
ORDINARIO (C)
Lucas, 21, 5-19
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†Lectura de la
Buena Noticia según San Lucas
En aquel tiempo, algunos
ponderaban la belleza del templo, por la calidad de la piedra y los exvotos. Jesús
les dijo: «Esto que contempláis, llegará un día en que no quedará piedra sobre
piedra: todo será destruido.»
Ellos le preguntaron: «Maestro,
¿cuándo va a ser eso?, ¿y cuál será la señal de que todo eso está para
suceder?» Él contestó: «Cuidado con que nadie os engañe. Porque muchos vendrán
usurpando mi nombre, diciendo: "Yo soy", o bien: "El momento
está cerca"; no vayáis tras ellos. Cuando oigáis noticias de guerras y de
revoluciones, no tengáis pánico. Porque eso tiene que ocurrir primero, pero el
final no vendrá en seguida.» Luego les
dijo: «Se alzará pueblo contra pueblo y reino contra reino, habrá grandes
terremotos, y en diversos países epidemias y hambre. Habrá también espantos y
grandes signos en el cielo. Pero antes de todo eso os echarán mano, os
perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a la cárcel, y os harán comparecer
ante reyes y gobernadores, por causa mía. Así tendréis ocasión de dar
testimonio. Haced propósito de no preparar vuestra defensa, porque yo os daré
palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún
adversario vuestro. Y hasta vuestros padres, y parientes, y hermanos, y amigos
os traicionarán, y matarán a algunos de vosotros, y todos os odiarán por causa
mía. Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia
salvaréis vuestras almas.»
Palabra
del Señor.
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EL EVANGELIO - ¡¡PASALO!!
COMENTARIO
Al final del año litúrgico
y antes de proclamar la definitiva victoria de Jesucristo, Rey del Universo, la
Palabra de Dios nos enfrenta con la dimensión escatológica de nuestra fe: el
problema del fin del mundo. Lucas, igual que los otros evangelistas, insiste en
no dar importancia a la hipotética fecha de ese fin del mundo, que ni sabemos,
ni, al parecer, podemos saber. Subraya, en cambio, la finitud y caducidad
de las realidades de este mundo, y nos invita a fijar nuestra atención en las
dimensiones permanentes y definitivas que ya están operando en nuestra vida, y
hacer la elección correspondiente.
Decía Chesterton que
cuando los hombres son felices crean instituciones. Con su peculiar
perspicacia, hacía notar que los seres humanos tratamos de atrapar, conservar y
prolongar por este medio nuestras experiencias afortunadas, nuestros momentos
de dicha. Es una gran verdad. El problema es que también las instituciones
envejecen y acaban pereciendo. Por ello, el esplendor, la fuerza, la belleza
que adornan ciertos logros del ingenio del hombre, pese a su indudable valor,
están también afectados por la caducidad de todo lo humano. Jesús lo constata
hoy a propósito de la admiración que el lugar más sagrado de Israel suscita en
sus discípulos. La piedra y los exvotos del templo, su esplendor externo, no
están llamados a perdurar, todo está condenado a la destrucción. En esta
profecía de Jesús se refleja muy probablemente la traumática experiencia de la
destrucción del templo de Jerusalén en el año 70. Incluso lo que nos parece más
sagrado y firme está sujeto a la desaparición, por lo que hemos de fijar
nuestra mirada más allá de las apariencias externas, como las piedras y los
exvotos.
Acto seguido Jesús
nos advierte de dos peligros aparejados al trauma de la fugacidad de nuestra
condición temporal. El primero consiste en pensar que las catástrofes naturales
(terremotos, epidemias, etc.) y humanas (guerras y revoluciones) las provoca
Dios para anunciar amenazante el próximo fin del mundo. Jesús en ningún momento
atribuye a la acción de Dios esas desgracias. Más bien hay que entender que
todas ellas son expresión de la limitación propia del mundo: de la limitación
física (los acontecimientos físicos y naturales) y moral (las acciones del
hombre, autor de guerras e injusticias). Unas y otras nos avisan de que no es
posible poner en ellas nuestra fe y nuestra confianza definitiva. Pero esto no
significa que “el final vendrá enseguida”. Es decir, no es posible, en virtud
de un supuesto inminente fin del mundo, desentenderse de los asuntos cotidianos,
como, al parecer, hicieron algunos en las primeras comunidades cristianas, y a
los que amonesta Pablo con severidad con su palabra y con su propio ejemplo:
seguimos sometidos a la ley del trabajo, esto es, de la responsabilidad y del
compromiso con las realidades de la vida diaria, en las que precisamente
tenemos que dar cuenta de nuestra esperanza y testimonio de nuestra fe.
El segundo peligro o
tentación de que nos advierte Jesús es el de tratar de superar las intrínsecas
limitaciones físicas y morales de nuestro mundo pero dentro de él, instaurando
ya, sea por los puros esfuerzos humanos, sea por ciertas confluencias cósmicas,
el paraíso en la tierra, una nueva era de paz y armonía, en la que se eliminen
o minimicen al máximo todas las causas del sufrimiento humano, y que sería la
única salvación a la que nos sería dado aspirar. Los falsos profetas que tratan
de usurpar el nombre de Jesucristo, que dicen de múltiples modos “soy yo”, “el
momento de la salvación está cerca”, han sido y son legión. Unos lo hacen en
nombre de determinadas ideologías políticas, otros en virtud del progreso
científico, otros, por fin, apelan a los movimientos de los astros que marcan
supuestos años cósmicos (y hay quienes combinan en una macedonia
político-científico-mística todos estos motivos). Pero acomodarse a este mundo
pasajero como si fuera definitivo es una solución tan falsa como lo es
desentenderse del compromiso con la vida cotidiana.
Por decirlo
gráficamente, si los que se inhiben de sus responsabilidades cotidianas y no
trabajan no tienen derecho a comer (y se condenan a morir de hambre), los que
trabajan sólo para comer no podrán por ello escapar de la muerte (el particular
fin del mundo de cada uno) y del sinsentido que lleva consigo.
La destrucción por
causas naturales o humanas no debe infundirnos, sin embargo, miedo, pánico o
desesperación. Las palabras de Jesús son, más bien, una llamada a la confianza:
existen valores y bienes permanentes, que podemos empezar a adquirir ya en esta
vida, que no están sometidos a la fugacidad y limitación de este mundo, y que
encontramos en plenitud precisamente en Jesucristo. Él es el único Señor y
Salvador que, al adquirir la condición humana, se ha sometido ciertamente a las
limitaciones físicas y morales propias de este mundo, y las experimenta en su
cuerpo, hasta el extremo de padecer la injusticia de la muerte en cruz; pero
ahí mismo manifiesta la victoria de la realidad que no pasa, que es el amor y
la voluntad salvífica de Dios: Jesús es el verdadero y definitivo templo que
atraviesa el fuego purificador de la muerte y, al superarla, se convierte en el
sol que ilumina a los que creen en Él. Podemos así hacer la lectura cristiana
del terrible tifón que ha azotado las islas Filipinas: no es un castigo de
Dios, sino una enorme desgracia, expresión de las limitaciones de nuestro
efímero mundo; Cristo está entre las víctimas, sus pequeños hermanos,
padeciendo con y en ellas; en esta situación es posible vivir y realizar los
valores del Reino de Dios que son más fuertes que la muerte, mediante la ayuda
fraterna y solidaria por parte de todos a las víctimas de esta situación.
Para los que viven
como sí sólo existieran los bienes pasajeros de este mundo, y también para los
que viven desentendidos de la responsabilidad que la vida conlleva, los
acontecimientos que expresan la limitación y fugacidad de nuestra condición
mundana (guerras y terremotos) son como un fuego devorador que quema la paja y
consume lo que no está llamado a perdurar: piedras y exvotos, comer y beber.
Para los que están afincados en el Dios Padre de Jesucristo las desgracias
reales que, igual que todo el mundo, pueden padecer (además de guerras y
terremotos, también persecuciones a causa del a fe), no son experimentadas como
“el fin del mundo”, causa de pánico y desesperación, sino como ocasiones de
testimonio de la esperanza en los bienes no perecederos, que se expresan sobre
todo en las obras del amor. Los que eligen los valores permanentes y
definitivos de la verdad, la justicia, el amor y el servicio a sus hermanos,
valores que en Cristo han encontrado su definitiva expresión, también son
probados y purificados en el crisol de ese fuego devorador, pero no son
destruidos por él, pues los ilumina el sol de justicia que es Cristo.
Estos son los que han sabido dar testimonio, sea en la persecución que a veces
se desata contra ellos (por parte de los falsos profetas del paraíso en la
tierra), sea en el compromiso cotidiano y perseverante por construir en la
ciudad terrena las primicias del Reino de Dios.
Ciertamente, cabe
que este testimonio tenga en ocasiones un carácter anónimo: hay quienes han
elegido la vía del servicio sincero a los hermanos, sin saber que es a Cristo
al que están sirviendo (cf. Mt 25, 39-40). Pero para los creyentes ha de ser
además un testimonio explícito, que se expresa en palabras de sabiduría,
inspiradas por Cristo, y que hablan con especial elocuencia en los momentos de
persecución. Aunque no todos los cristianos estamos llamados al martirio
(“matarán a algunos de vosotros”, algo que en estos días se está verificando en
varios países del mundo), todos estamos llamados a la disposición martirial,
esto es, a testimoniar que nuestra fe y nuestra adhesión a Cristo Jesús vale
para nosotros más que todos los bienes que podamos adquirir en este mundo. Este
mundo nos presiona para que nos pleguemos a él, para que nos acomodemos a sus
valores (a sus modas, sus slogans, sus normas de corrección), y lo hace en
ocasiones de manera virulenta: mediante la persecución cruenta; otras veces, de
manera “light”, ridiculizando o desprestigiando la fe, sus valores y sus
exigencias. Ayer como hoy, no hay que tener miedo, sino hacer de todo ello,
como nos dice Jesús, ocasión para anunciar lo que realmente vale, lo que no
pasa nunca, al Único que nos salva del terremoto y de la guerra, del
pecado y de la muerte.
DISCERNIMIENTO, DIÁLOGO Y ORACION
Para la
reunión de grupo
ü Ante la muerte nos
hacemos mil preguntas y muchas de ellas son para recriminar a Dios. ¿Cómo
experimentamos la “ausencia de Dios” en los momentos difíciles que genera la
muerte? ¿Qué resonancia tiene en nuestra vida esta experiencia?
ü La cercanía que nos han
ofrecido otras personas en los momentos difíciles que genera la muerte o la que
hemos mostrado nosotros mismos a los demás es, con frecuencia, el único modo de
anunciar la esperanza cristiana de la resurrección.. ¿Cómo prepararnos para
asumir la muerte como participación de la resurrección en Jesucristo?
ü El mundo de hoy es cada
vez más agitado y vertiginoso. ¿Estamos preparados para encontrarnos cara a
cara con el Señor Jesús?
Para la
oración de los fieles
1.- Por la
Iglesia, para que permanezca fiel a Cristo su cabeza y sea así faro que ilumine
y guie los pasos de la humanidad.
OREMOS
2.- Por los
dirigentes de las naciones, los que legislan o imparten justicia, para que sus
decisiones sean acordes a la luz de la Verdad.
OREMOS
3.- Por todos
aquellos que se alejaron de la Iglesia o viven alguna crisis de fe, para que el
Señor les conceda la Luz para encontrar de nuevo el camino de la salvación.
OREMOS
4.- Por todos los
que sufren: enfermos, necesitados, desplazados, parados, para que encuentren en
los más cercanos una ayuda eficaz para salir de su situación
OREMOS
5.- Por las
familias cristianas para que perseveren en el conocimiento de Cristo y sean luz
para el resto de la sociedad.
OREMOS
6.- Por nuestra
Iglesia Diocesana, por el Seminario, nuestro Obispo y todos los que colaboran
con en el gobierno de la diócesis.
OREMOS
Oración comunitaria
Padre, la esperanza en la
resurrección es un don misterioso que no acabamos de comprender, y que en todas
las tradiciones religiosas se expresa de mil maneras. Ilumínanos para que
vivamos cada momento de nuestra vida con la certeza de que Tú nunca nos vas a
abandonar y ni vas a dejar que nos perdamos. Te lo pedimos por Jesús, hijo tuyo
y hermano nuestro.
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