|
EVANGELIO DEL DOMINGO
|
1 de Septiembre de 2013
XXII DOMINGO TIEMPO ORDINARIO
(C)
Lucas, 14, 1.7-14
|
+Lectura de la Buena Noticia según San Lucas
Un sábado, Jesús entró a comer en
casa de uno de los principales fariseos. Ellos lo observaban atentamente.
Y al notar cómo los invitados buscaban los primeros puestos, les dijo esta parábola:
"Si te invitan a un banquete de bodas, no te coloques en el primer lugar, porque puede suceder que haya sido invitada otra persona más importante que tú,
y cuando llegue el que los invitó a los dos, tenga que decirte: 'Déjale el sitio', y así, lleno de vergüenza, tengas que ponerte en el último lugar.
Al contrario, cuando te inviten, ve a colocarte en el último sitio, de manera que cuando llegue el que te invitó, te diga: 'Amigo, acércate más', y así quedarás bien delante de todos los invitados.
Porque todo el que ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado".
Después dijo al que lo había invitado: "Cuando des un almuerzo o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos, no sea que ellos te inviten a su vez, y así tengas tu recompensa.
Al contrario, cuando des un banquete, invita a los pobres, a los lisiados, a los paralíticos, a los ciegos.
¡Feliz de ti, porque ellos no tienen cómo retribuirte, y así tendrás tu recompensa en la resurrección de los justos!".
Y al notar cómo los invitados buscaban los primeros puestos, les dijo esta parábola:
"Si te invitan a un banquete de bodas, no te coloques en el primer lugar, porque puede suceder que haya sido invitada otra persona más importante que tú,
y cuando llegue el que los invitó a los dos, tenga que decirte: 'Déjale el sitio', y así, lleno de vergüenza, tengas que ponerte en el último lugar.
Al contrario, cuando te inviten, ve a colocarte en el último sitio, de manera que cuando llegue el que te invitó, te diga: 'Amigo, acércate más', y así quedarás bien delante de todos los invitados.
Porque todo el que ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado".
Después dijo al que lo había invitado: "Cuando des un almuerzo o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos, no sea que ellos te inviten a su vez, y así tengas tu recompensa.
Al contrario, cuando des un banquete, invita a los pobres, a los lisiados, a los paralíticos, a los ciegos.
¡Feliz de ti, porque ellos no tienen cómo retribuirte, y así tendrás tu recompensa en la resurrección de los justos!".
Palabra
del Señor.
DIFUNDE
EL EVANGELIO - ¡¡PASALO!!
COMENTARIO
El Evangelio de hoy podría titularse “Elogio de la
humildad”, o mejor aún (es decir, peor), “Elogio de la humillación”, y,
llevando la cosa a su extremo, “Elogio de la autohumillación”. Estos elogios no
tienen, desde luego, buena prensa en el mundo de hoy (en realidad, apurando un
poco, en el mundo de cualquier época y cultura: los tiempos cambian menos de lo
que parece). Porque los valores prevalentes de este mundo, de hoy y de siempre,
son los que subrayan el éxito personal, la autoestima, la afirmación de sí, el
reconocimiento social. Desde luego, el evangelio de hoy daría jugosos
argumentos a ese gran detractor del cristianismo, y profeta de los tiempos
modernos y postmodernos, que fue (es y sigue siendo) Federico Nietzsche. Nos
acusaba a los cristianos de defender valores de débiles, afeminados (tal vez en
nuestros días se abstendría de usar este adjetivo), propios de una moral de
rebaño: precisamente la humildad, la negación de sí, la compasión, el amor por
los débiles.
¿Por qué tenemos que humillarnos a nosotros mismos? ¿Por
qué no tenemos el derecho, incluso el deber de afirmarnos, fomentar la
autoestima, buscar el éxito en esta vida, sometida ya de por sí a tantas
limitaciones, a tantas “derrotas”? ¿No será verdad que el cristianismo, bajo
capa de amor y perdón, es en el fondo enemigo de la vida, enemigo del hombre
real y concreto, defensor de actitudes antihumanas?
Naturalmente, las lecturas precipitadas y guiadas por
prejuicios no ayudan a entender en plenitud y en profundidad las palabras de
Jesús. Porque Jesús, más bien, está llamándonos a la autenticidad de la propia
vida. Y ser auténtico no es otra cosa que ser uno mismo de verdad y no sólo en
apariencia. Es una llamada que responde, en el fondo, al mismo deseo de
autoafirmación y autoestima, solo que advirtiéndonos con seriedad sobre los
falsos caminos para alcanzar aquellas.
Tenemos que reconocer que, si estamos necesitados de
autoestima y autoafirmación, y de una cierta confirmación de ellas por la vía
del reconocimiento social, es porque de entrada somos bastante pobres y
limitados (de otro modo, nos sobrarían aquellas necesidades). Y un falso camino
para superar nuestra limitación es simular una importancia que, realmente, no
tenemos. Por ejemplo, ocupar los primeros puestos, buscar a cualquier precio el
aplauso social, revestirnos de méritos más imaginarios que reales, dárnoslas,
en definitiva, de lo que realmente no somos. Es la vía de la apariencia
externa, que lo único que hace es revestir nuestra propia desnudez y ocultar
nuestra propia verdad, en primer lugar, ante nosotros mismos, y después también
ante los demás.
Jesús, viendo esa feria de las vanidades, a propósito de
un banquete al que había sido invitado, aprovecha para exhortarnos a no
engañarnos a nosotros mismos. Para alcanzar nuestra propia verdad tenemos que
renunciar a esas falsas apariencias, a esas formas de afirmación que son sólo
fachada, y no resultado de un auténtico crecimiento interior. Por la vía de las
apariencias uno se hincha, se ciega y se queda tan contento, pero,
precisamente, se queda, es decir, se estanca, no crece, no llega a ser el que
tiene que ser. Para que se dé este crecimiento personal hay que empezar por
reconocer la propia pequeñez, los propios límites (físicos, psicológicos,
intelectuales, morales, personales, en suma). Sólo desde la humildad de este
reconocimiento es posible comenzar el trabajo paciente, lento, difícil, pero
auténtico y verdadero, de la superación propia, de la maduración, de la propia
realización. Por poner un ejemplo sencillo, una persona que compra un título
universitario, puede aparentar un nivel que, realmente, no tiene, por más que
sobre el papel se le reconozca. En cambio, el que empieza asumiendo
humildemente su ignorancia (en el campo que sea) y se pone en la senda del
aprendizaje paciente, llegará a conseguir ese título por méritos propios, un
título que reflejará realmente sus conocimientos. Por otro lado, como lo que
uno no sabe siempre supera con creces todo lo que puede llegar a saber, la
humildad es la verdadera actitud del sabio, que siempre está abierto a adquirir
nuevos conocimientos. Y lo que decimos del conocimiento podemos aplicarlo sin
esfuerzo a cualquier otro campo de nuestra vida: la vida profesional, familiar,
moral y religiosa.
Jesús nos llama a la humildad e, incluso, a la
humillación de sí (rehuir los primeros puestos, esto es, el reconocimiento
puramente aparente e inmerecido), pero para ser enaltecido. Jesús, el
cristianismo y la Iglesia no nos exigen que nos humillemos para
permanecer en la postración permanente; al contrario, se trata de un
reconocimiento inicial y bien realista para poder crecer y alcanzar así la
propia plenitud. Una plenitud que no está basada en la comparación con los
otros, en la mera apariencia de los signos externos y el reconocimiento social,
sino en la propia verdad. Si esta es reconocida socialmente, podremos estar
agradecidos por ello, pero en ningún caso debemos valorarnos (a nosotros y a
los demás) sólo en función de ese reconocimiento. A veces ser fieles a la
propia conciencia, y hacer el bien, exigen el precio del rechazo del entorno en
el que vivimos.
Por eso Jesús, continuando con esa llamada a la
autenticidad, nos sugiere hacer el bien por amor del bien mismo, esto es, por
convicción y no por cálculo, que es como hay que entender su sugerencia de
invitar no a los que pueden devolvernos el favor, sino a los que, justamente,
no pueden hacerlo.
Y todo esto significa que el enaltecimiento al que
aspiramos no está condicionado por las convenciones sociales. Siendo discípulos
de Cristo, aspiramos a ser enaltecidos, esto es, a elevarnos, pero a una altura
que está infinitamente por encima de las posibilidades humanas. Es lo que
expresa tan bellamente la segunda lectura: “Vosotros os habéis acercado al
monte de Sión, ciudad del Dios vivo, Jerusalén del cielo, a millares de ángeles
en fiesta, a la asamblea de los primogénitos inscritos en el cielo, a Dios,
juez de todos, a las almas de los justos que han llegado a su destino y al
Mediador de la nueva alianza, Jesús”.
La sublimidad de este enaltecimiento nos dice que se trata de un don y que sólo puede alcanzarse como una gracia. Dios no quiere solo levantarnos, sino hacerlo incluso a una altura que está muy por encima de nuestras fuerzas. De hecho este don gratuito nos abre los ojos para comprender un último y esencial aspecto de esta dinámica de humillación y enaltecimiento. Cuando, a partir de nuestra pobreza reconocida, vamos creciendo y alcanzando nuestra propia realización, descubrimos que nuestras conquistas no son un mérito exclusivo, sino que, al mismo tiempo, estamos en deuda con muchísimas personas que nos ha ayudado en el camino. El enaltecimiento de que hablamos, el verdaderamente humano, evita así el peligro del orgullo de creerse autor exclusivo de la propia vida. No es así, por mucho que hayamos progresado (en el saber, la habilidad, la virtud…), siempre deberemos reconocer que mucho se lo debemos a tantas personas que nos han ayudado en el camino, que han sido también instrumentos de la gracia de Dios: el verdadero enaltecimiento al que nos llama Dios por medio de Jesucristo está grávido de gratitud. Y, por eso mismo, nos abre a la humildad de inclinarnos ante los demás para ayudarlos también a ellos, para que puedan ponerse en pie, si están postrados, para que puedan desarrollarse y crecer, si están simplemente en camino.
La sublimidad de este enaltecimiento nos dice que se trata de un don y que sólo puede alcanzarse como una gracia. Dios no quiere solo levantarnos, sino hacerlo incluso a una altura que está muy por encima de nuestras fuerzas. De hecho este don gratuito nos abre los ojos para comprender un último y esencial aspecto de esta dinámica de humillación y enaltecimiento. Cuando, a partir de nuestra pobreza reconocida, vamos creciendo y alcanzando nuestra propia realización, descubrimos que nuestras conquistas no son un mérito exclusivo, sino que, al mismo tiempo, estamos en deuda con muchísimas personas que nos ha ayudado en el camino. El enaltecimiento de que hablamos, el verdaderamente humano, evita así el peligro del orgullo de creerse autor exclusivo de la propia vida. No es así, por mucho que hayamos progresado (en el saber, la habilidad, la virtud…), siempre deberemos reconocer que mucho se lo debemos a tantas personas que nos han ayudado en el camino, que han sido también instrumentos de la gracia de Dios: el verdadero enaltecimiento al que nos llama Dios por medio de Jesucristo está grávido de gratitud. Y, por eso mismo, nos abre a la humildad de inclinarnos ante los demás para ayudarlos también a ellos, para que puedan ponerse en pie, si están postrados, para que puedan desarrollarse y crecer, si están simplemente en camino.
La humildad que nos enaltece la descubrimos, al fin y al
cabo, en la humillación de la Cruz, en la que Jesús dio la vida para
levantarnos a todos de la suprema humillación y postración: la del pecado y la
muerte. Y esta dinámica de humillación y enaltecimiento la podemos realizar en
nuestra vida cotidiana haciendo nuestro el espíritu de Jesús, de entrega
generosa a nuestros hermanos, a los que cedemos gustosos los primeros puestos,
y de los que nos hacemos humilde y libremente servidores. Como María: “he aquí
la esclava del Señor” (Lc 1, 38), como el mismo Cristo Jesús: “Yo estoy en
medio de vosotros como el que sirve” (Lc 22, 27).
ORACION DE LOS FIELES
1.
Por la
Iglesia, para con el impulso del Espíritu Santo testimonie la fe en la caridad
siendo casa y escuela de comunión de todos los hombres y mujeres de cualquier
clase y condición.
Roguemos al Señor.
2.
Por los
gobernantes del mundo, para que trabajen por una sociedad donde no se discrimine
ni excluya a ningún ciudadano y ciudadana, donde impere la fraternidad, la
justicia y la paz .
Roguemos al Señor.
3.
Por los
pobres, los desempleados, los que sufren, por cualquier causa de exclusión para
que encuentren en nosotros el testimonio del amor de Dios que nunca los
abandona.
Roguemos al Señor.
4.
Por las
familias y comunidades para que en ellas surjan las vocaciones al sacerdocio y
a la vida consagrada que necesita la Iglesia y el mundo de hoy,
Roguemos al Señor.
5.
Por todos
nosotros, por nuestras familias, por nuestra Hermandad, para que, fortalecidos
con la gracia del Señor, seamos testigos auténticos, y que aunque la puerta al
cielo es estrecha nos ayude a entrar por ella.
Roguemos al Señor.
Escucha Dios Padre Nuestro, las
peticiones que te hemos dirigido y las que quedan en nuestros corazones. Te lo
pedimos por Jesucristo, tu Hijo y Nuestro Señor, que vive y reinas contigo en
la unidad del Espíritu Santo, por los siglos de los siglos.
Amen.
No hay comentarios:
Publicar un comentario