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EVANGELIO DEL DOMINGO
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19 Mayo 2013
DOMINGO DE PENTECOSTES (C)
Juan, 20, 19-23
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+Lectura de la Buena Noticia según San Juan
Al anochecer de aquel día, el día primero de la
semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo
a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a
vosotros.»
Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado.
Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: «Paz a
vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.»
Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.»
Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.»
Palabra del Señor
COMENTARIO
La solemnidad de Pentecostés cierra el largo
ciclo del tiempo pascual (que hace unidad con el tiempo de Cuaresma). Podemos
tener la sensación de que el don de Espíritu Santo es algo que acontece “al
final” de este tiempo extraordinario, y que vendría a atemperar la sensación de
orfandad por la ausencia terrena de Jesús. Pero, si escuchamos con atención la
Palabra que Dios nos ha dirigido hoy, podemos entender que no es exactamente
así. Pablo nos recuerda que “Nadie puede decir: ?Jesús es Señor?, si no es bajo
la acción del Espíritu Santo”. Por tanto, si durante el tiempo pascual hemos
podido ver a Jesús resucitado, y lo hemos reconocido como Señor y Mesías,
significa que el don del Espíritu Santo ya ha estado actuando en nosotros. Y su
actuación no permite que nos sintamos huérfanos, sino, al contrario, nos
reviste del Espíritu de filiación que clama en nosotros “¡Abba! ¡Padre!” (cf.
Gal 4, 6). El sentido inevitablemente cronológico de la liturgia no debe
llevarnos a engaño. Los tiempos de Dios no son como los nuestros.
¿Por qué, entonces, la liturgia sitúa la venida
del Espíritu precisamente al final del tiempo pascual? Nuestra vida se da en la
distensión temporal y es en ella en la que vamos aprendiendo los misterios de
Dios, que exceden la limitación del espacio y el tiempo. Pero Dios, al encarnarse,
asume nuestra temporalidad y hace de ella ocasión para desplegar su sabia
pedagogía, dirigiendo nuestra atención, ora a unos aspectos, ora a otros, que
se iluminan y enriquecen mutuamente. Durante el ciclo pascual (Cuaresma-Semana
Santa-Pascua), tiempo de luz, hemos contemplado los grandes misterios de la
Vida, la Muerte y la Resurrección de Jesucristo. Lo hemos contemplado a Él, y
lo hemos hecho desde la fe, es decir, bajo la acción del Espíritu. Al concluir
(sólo litúrgicamente) este gran ciclo de contemplación y de fiesta, abrimos uno
nuevo, el ciclo de la misión y el testimonio en la vida cotidiana. Por eso,
antes de ponernos en camino, la liturgia nos invita a detenernos un momento y
hacer conciencia, no sólo de lo que hemos visto y oído, sino también de la luz
y la vibración que nos ha permitido ver, escuchar y creer, y que ahora nos
tiene que llevar a confesar y anunciar. El Espíritu Santo es la luz en la que
habitualmente no reparamos, pero gracias a la cual podemos ver. Es decir, lo
conocemos por sus frutos, por sus dones.
Tradicionalmente se ha considerado que esos dones
son la sabiduría, la inteligencia, el consejo, la fortaleza, la ciencia, la
piedad y el temor de Dios, todos ellos en relación con la compresión de los
misterios de la fe. Nosotros ahora no vamos a comentar con detalle estos dones,
sino que queremos contemplarlos a la luz de la Palabra que hemos escuchado hoy.
Ya hemos dicho que el primer don del Espíritu Santo lo hemos experimentado
durante todo este tiempo de Pascua, al contemplar a Cristo resucitado y
encontrarnos con él. A partir de él podemos discernir los otros dones, frutos
que denotan la presencia y la acción del Espíritu en nuestras vidas y que nos
habilitan para la misión que Jesús nos confía: “Como el Padre me ha enviado,
así también os envío yo”.
Al reflexionar sobre ellos, caemos en la cuenta
que el Espíritu Santo no actúa de manera mágica o automática, pues, siendo un
Espíritu personal, es también un Espíritu de diálogo, que no fuerza nuestra
libertad, sino que requiere nuestra cooperación. Por eso, de nuevo, la venida
del Espíritu Santo no es un hecho puntual, sino una realidad siempre actual,
siempre en curso. También por este motivo, podemos comprobar, precisamente por
sus frutos (o por la ausencia de ellos), en qué medida estamos viviendo bajo la
acción del Espíritu, y hasta qué punto nos estamos oponiendo a ella.
Cuando en nuestra vida de relación con los demás,
también en nuestra vida eclesial, no somos capaces de entendernos entre
nosotros, si, incluso hablando un mismo idioma, no conseguimos encontrar un
lenguaje común, es que no estamos siendo dóciles al Espíritu. Porque cuando el
Espíritu viene nos inspira para comprendernos entre nosotros, universalmente, a
pesar de las diferencias, que, curiosamente, el Espíritu no anula, sino que
preserva. El Espíritu no nos uniformiza, ni nos obliga a hablar en un mismo idioma,
sino que nos enseña el lenguaje universal del amor, que une a los distintos,
sin eliminar la originalidad de cada uno.
Por esto mismo, cuando subrayamos la división
entre nosotros por lo más variados motivos, si fomentamos la confrontación, por
ejemplo, entre jerarquía y laicado, entre acción y contemplación, entre oración
y compromiso social, entre tradición y progreso…, aunque la parte de verdad que
hay en nuestra posición parezca justificarnos, no estamos actuando y juzgando
bajo la inspiración del Espíritu Santo, que hace de la diversidad de dones,
ministerios, sensibilidades, formas de espiritualidad, etc., manifestaciones
para el bien común, para la unidad del único cuerpo de Cristo.
A diferencia de Lucas, que distancia en el tiempo
la Pascua de la Ascensión y de Pentecostés, Juan, como queda patente en el
Evangelio de hoy, reúne estos acontecimientos en un mismo día: “el primer día
de la semana”. Y es que este primer día de la semana no es un tiempo meramente
cronológico (aunque acontezca en la historia), sino que es el tiempo de la
nueva creación, en el que, como al comienzo de la creación del mundo (cf. Gn 1,
2) el Espíritu alienta, crea y ordena. En este texto podemos descubrir en
apretada síntesis otros frutos del Espíritu, y, por contraste, aquellas
actitudes que, por el contrario, denotan que aún no lo hemos acogido. Allí
donde dominan la cerrazón y el miedo no está actuando el Espíritu, que, al
contrario, nos abre y da coraje para salir al mundo entero a dar testimonio de
la Buena Nueva de Cristo. Junto al miedo, atenazan los corazones de los
hombres, muchas veces también de los creyentes, la inquietud, el pesimismo, la
tristeza. El Espíritu de Jesús insufla paz y alegría, incluso allí donde vemos,
sentimos y nos duelen las heridas del cuerpo de Cristo, que él mismo nos
muestra. Esas heridas abiertas, recuerdo vivo de la Pasión de Cristo, que sigue
presente de tantas formas (en el cuerpo de Cristo que es la Iglesia, en los
sufrimientos de sus “pequeños hermanos”), no son heridas que claman venganza,
ni acusan con rencor, sino “las heridas que nos han curado” (Is 53, 5; 1 P 2,
24), que hablan de perdón. Un gran don del Espíritu que opera en la Iglesia es
el perdón. El sacramento de la reconciliación es su expresión principal, pero
no la única. Todos estamos llamados a ejercer el ministerio del perdón,
precisamente en la generosidad para perdonar a los que nos ofenden, para ser
agentes de reconciliación allí donde hoy conflictos de cualquier tipo. Cuando
somos incapaces de perdonar, cuando vivimos en el rencor, “guardándonos” las
ofensas reales o imaginarias de que hemos sido víctimas, cuando ahondamos los
conflictos, en vez de contribuir a resolverlos, entonces es claro que nuestro
corazón está cerrado a la acción del Espíritu, que tenemos que ponernos en vela
a la espera de nuestro particular Pentecostés. Podemos decir que el verdadero
perdón no es cosa fácil, especialmente cuando las ofensas son muy graves. Pero
no se trata de realizar imposibles superiores a nuestras fuerzas, sino de
abrirnos al que es más fuerte que nosotros, al que ha resucitado a Jesucristo
de la muerte, ha vencido el mal, y nos enriquece y transforma con sus dones.
El ministerio del perdón es el fruto de un
corazón reconciliado, resucitado, nuevo. Es el gran signo de que, realmente, el
Espíritu Santo, el Espíritu del Amor, el Espíritu de Jesús ha bajado sobre
nosotros y ha encontrado espacio en nosotros, de manera que podemos salir al
mundo, sin temor, con paz y alegría para dar testimonio del gran misterio
pascual, que hemos contemplado durante este tiempo que hoy concluye, y del que
Jesús nos manda testimoniar y anunciar, enviándonos al mundo entero.
ORACION DE LOS FIELES
1 - Envía, Señor, tu Espíritu
de Sabiduría sobre la iglesia. Por el Papa, los obispos, los sacerdotes,
diáconos y todas las personas que con su servicio ayudan a la Iglesia, para que
reciban la luz necesaria a la hora de expandir el mensaje de Cristo.
OREMOS
2. - Envía, Señor, tu
Espíritu de Fortaleza. Te pedimos por todos los que lo están pasando mal, los
enfermos, los parados, los que están solos, los que no se sienten amados, los
que no te encuentran...
OREMOS.
3. - Envía, Señor, tu
Espíritu de Caridad. Por los pobres, por los carentes de amor, de comprensión,
de solidaridad, para que encuentren una mano generosa que les ayude en su
necesidad.
OREMOS.
4. - Envía, Señor, tu
Espíritu de Entendimiento. Te pedimos por los gobernantes, por los que tienen
poder para tomar decisiones, por los responsables de hacer que cesen las
guerras, para que lleguen a un entendimiento que haga vivir en paz a los
hombres.
OREMOS.
5. - Envía, Señor, tu
Espíritu de Piedad. Para que sepamos vivir en cercanía con el Señor, rechazando
todo lo que nos hace romper la amistad con Dios y con los hermanos.
OREMOS.
6. - Envía, Señor, tu
Espíritu de Alegría. Por todos los que se Confirman en estos días, para que
lleven a todos la alegría que supone vivir desde Cristo.
OREMOS.
7. - Envía, Señor, tu
Espíritu de Bondad. Por todos los que se dedican a los demás, tanto si difunden
la Palabra de Dios, como si ayudan a otros en sus necesidades, para que Dios
les conceda la humildad, la sencillez y el desprendimiento que este servicio
conlleva.
OREMOS.
8. - Envía Señor, tu Espíritu
de Generosidad. Por las necesidades de todos los que compartimos esta
Eucaristía (un momento de silencio) para que el Señor nos
ayude a solucionarlas con la mayor generosidad.
OREMOS.
Señor, siempre atento a
nuestras necesidades, deseamos que estas súplicas sean bien recibidas Ti, Dios
Padre Nuestro, con la seguridad de que Tú siempre escuchas a tus hijos.
Y te lo pedimos por Cristo
nuestro Señor.
Amén.
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